Cerrar da mas miedo que abrir, porque la ilusión, cuando se cierra, ya está muerta. Uno ya conoce lo que vivió, ya pasó la prueba y por eso pesa la puerta que se cierra, por saber que lo anterior ya no nos pertenece más que en los recuerdos y que lo viene es una incógnita. Está bien, la vida se trata de abrir y cerrar puertas, de animarse a entrar y salir. La vida se trata de llorar cuando algo se abandona, de sentir el corazón más frágil y los días más pálidos. No pasa nada. No pasa nada si después estiramos la mano y abrimos otra puerta y otra y otra más. Si dejamos de esperar el ascensor y subimos corriendo por las escaleras. Entonces, Guatemala va a poder repetirse con la misma ilusión y la misma fuerza, con la misma carga energética con la que llegué aquel verano pasado. Es cierto, la huella queda, porque nunca va a dejar de ser mi primer hogar donde sola, aprendí a quererme. Por más que ya no sea más que una calle de adoquines, entre malabia y armenia, una calle calma que me abrazó fuerte, por más que ya no no me guarde, antes de cerrar puedo suspirar mansa y sanamente, porque con mis pájaros enfermos y mis cables enredados, con la música y el sol en la ventana, Guatemala me enseñó a quererme, más allá de la densidad de los días.
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