martes, 14 de octubre de 2008

Verte sin mirarte

Enterró su sueño de princesa el día que su padre se escondió bajo la falda de su amante para nunca más volver.
Tenía 11 años y toda la responsabilidad encima. Su madre trabajaba full time como cocinera en un restaurante lejos de casa y fue ella, tan niña, la que se ocupó del hogar y de sus dos hermanitos. Creció limpiando, ordenando, cocinando y cuidando de los demás. Su vida se transformó en una rutina que la encarceló y no tuvo más remedio que aceptarlo. Pasaron los años y Emilia se acostumbró a ver la realidad desde su ventana, se aisló y se quedó con pocas amigas a quienes casi ni veía. Se fue marchitando su pubertad en ese encierro que le arrebató su infancia y le agrietó el corazón.
Pero un día la niña cumplió 18 años y terminó el secundario. Estaba en condiciones de trabajar y su madre le consiguió un puesto como camarera en el mismo restaurante donde ella preparaba la comida. Los niños estaban más grandes y aptos para el desapego de su hermanamadre mayor. Emilia se vistió de negro y salió a la calle, animosa.
En el colectivo pensaba que su nuevo empleo le iba a abrir otro mundo, que aquí nadie la conocía, que era la hija de Ramona pero no la chica hermética, la tímida del barrio, la inadaptada social. Aquí podría hacer amistades, sentirse útil, participar de la vida. Tenía mucha ilusión.
Al año, Emilia estaba encargada de la terraza y muy afianzada en el oficio de la bandeja. Un día, mientras tomaba el pedido de una pareja, levantó la vista y vio a su padre en la vereda de enfrente. Sentadito y tieso, al pie de un portal, mirándola.
La escena se repitió todos los miércoles y Emilia no dijo nada. Lo veía ahí sentado y lo odiaba. No quiso ni acercarse al tipo que le arruinó su vida, prefirió serle indiferente y ocultárselo a todo el mundo, incluida su madre. Prefirió no asumirlo. Cuando terminaba su turno, Emilia doblaba a la izquierda y se iba sin mirar. Su padre nunca la siguió.
El día que Emilia cumplió 21 años cayó miércoles. Estaba limpiando una mesita de la calle cuando sintió que la penetraban con los ojos y se volteó. Estaba su padre sentado en la mesa de al lado y le pidió un café. Emilia se lo llevó y le cobró al instante. Su padre la miró fijamente y le depositó un billete de dos pesos arrugado. Emilia sintió sus ojos llenos de lágrimas y entró al restaurante sin mirar hacia atrás. Abrió el billete y leyó:. No te molesto más. Feliz cumple hija.
Emilia tampoco abrió la boca esta vez. Su padre ya no estaba en la mesa y nunca mas estuvo un miércoles en el portal de enfrente. Emilia no pudo ablandarse, se aferró al daño causado y prefirió olvidarse de ese padre que alguna vez la había vestido de princesa.

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