domingo, 26 de julio de 2009

Mulata de enfrente

Lo primero que te conocí fue la voz, que en dos gritos pronunció: ¡Socorro!, ¡Socorro! Eran las 3 de la madrugada y yo estaba despierto, luchando con el ordenador que no respondía. Salí a la calle y le hablé al edificio. ¿Señora, qué le ocurre? Y me dijiste que no sabías donde estabas, que no reconocías la casa, ni los muebles, ni las fotos. Me dejaste subir. Habías tenido un rapto de amnesia, te perdiste, te asustaste. Nos vimos, te acercaste (me llegabas al ombligo), me agarraste con tus dos manos los hombros y desde abajo me miraste agradecida.
Eras negra, pequeña, antigua y te convertiste en mi mulata debilidad antes de tu primer pestañeo. Hablamos un rato, sentaditos, tu voz menos trémula, tu pulso mas calmo. Vos me hacías la preguntas, yo te respondía. Cuando te estaba contando que no tenía hijos pero que sí quería ser padre, vos te acordaste quien eras y soltaste ¡Pilar! dando un saltito en el sillón y golpeándote la frente con una mano. Con tu nombre se atizaron todos tus otros recuerdos y poquito a poco, entre carcajadas frágiles de felicidad recobrada, fuiste desenredando tu historia. Pensé que me lo habías contado todo cuando me dijiste que ya amaneció, hijo mio, mejor vete a descansar y seguimos hablando otro día, que todavía no te conté ni la mitad de mi vida. Me preguntaste cómo me llamaba, me diste una pequeña palmadita en la mejilla y antes de que llegara el ascensor te dormiste en el sillón.
Nos volvimos a encontrar al otro día y todos los que siguieron a ese otro día. Almorzabamos en tu casa y manteníamos largas sobremesas en donde los dos supimos desahogarnos y aprendimos a querernos. Es ahora cuando se me vienen a la mente los olores de esas comidas entrañables. Nos conocimos tanto entre las tartas de puerro, las calabazas con queso, las judías y el arroz negro como tu piel.
Ay, mulatita de enfrente, mi vecina de oro, ¿por qué enfermaste?
Te me marchitaste de repente y no supe que hacer más que acompañarte. Las horas pasaban, los días se iban y cierto era que yo me desgarraba al verte agonizar en tu cama, pero también era cierto que verte dormir con esa sonrisa de niña, me aligeraba la carga. Ese momento era como meter los pies en el agua después de pisar la arena caliente. Y por eso seguí estando a tu lado, aunque ya no fueras mi viejita radiante. Y por eso vos, consumida y diminuta me cantaste, me acariciaste y me lloraste todas las noches.
Fue cuando ya te quedaba un pedacito de vida, que entreabriste los ojos y con un hilo de voz dijiste: No me entierres, Joaquín, haceme ceniza tuya. Y con los ojos cerrados moviste los labios: Porque tuya soy.


1 comentario:

Unknown dijo...

Y esto?
Es tuyo?
Me gustó mucho.